
Y a propósito de esta universalidad del Jazz, me toco conocer a un gran músico de Jazz, que fuera en su momento, una de las dos mayores trompetas del país, el gran Roberto Mono Acuña, primera trompeta de la tremendísima orquesta Huambali, con la que recorrió América y Europa; cuando las orquestas bailables eran la expresión de la máxima algarabía, fiesta y moda de una época. Casualmente me toco hacer amistad con los hijos de este gran músico y con quienes aprendí a conocer y apreciar el Jazz. Pasados los años puedo contar una anécdota que me relato Estrella, madre de mis amigos (y su heroína personal): “Cuando Roberto era todavía joven nos vinimos del norte a Santiago, y rápidamente tomó fama por su virtuosismo y manera de interpretar, entonces lo invitaron a tocar a una presentación muy importante con una orquesta del alto calibre, lo que acepto encantado; llegó allá, lo presentaron y paso adelante con su trompeta. Y resulta que le tenían puesta la partitura, y entonces él, con toda la vergüenza del mundo, reconoció que no sabía leer música, que lo perdonaran, y debió retirarse del podio ante el desilusionado público. Ahí se decidió a estudiar en el Conservatorio de Música en donde estuvo 6 años” ; reproduzco el relato de Estrella para graficar lo que significa para un músico su arte: dicha y sinsabores.
Recuerdo unas cuantas veces en el Club de Jazz de Santiago (en el nuevo y en el antiguo local de la calle California) y en el Kafé Ulm, cuando le vi tocar e interpretar de manera magistral a Miles Davis. Conocí a la familia, estuve en la intimidad del hogar y pude darme cuenta que los músicos son seres especiales, tremendamente generosos, capaces de entregar todo por su arte, y anhelantes de compartir su talento; hasta hoy, aún nuestro tema favorito con Robertico es la música. Agradezco al cosmos por darme la oportunidad de acercarme al mundo de los músicos, que es una especie particular; entre ellos se buscan, se reconocen, se entienden y se necesitan.
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